Soñé que era una Princesa Vampira.
Era la menor de tres hermanas, ellas eran realmente bonitas pero poco amigables. Según la profecía, Gabriel, el Rey Vampiro, tenía que desposarnos a las tres a un tiempo mismo para garantizar así su reino eterno. A mí me daba mucho miedo y horror su piel de criptonita: púrpura como atardecer sangriento. A mis hermanas les parecía demasiado viejo, pero amaban el poder y Gabriel era sinónimo de poder.
El tiempo seguía su curso y aunque ellas me odiaban, al acercarse inevitablemente la fecha pactada para la ceremonia, en un acto desesperado, mis hermanas recurrieron a mí, sabían que no había persona que detestara más a Gabriel y ofrecieron ser mis aliadas: tenían novios mortales (bastante feos a mi gusto) y querían vivir con ellos, harían cualquier cosa para vivir a su lado.
Como medida extrema decidíamos fugarnos, pero no quedaba mucho tiempo para planear nuestro escape. La velada previa a la boda, nos reunimos las tres en mi alcoba.Del bargueño heredado de mi abuela, tomé una urna de porcelana y les indiqué con mi ejemplo como untarse el precioso contenido, un potente filtro solar. Este evitaría que nos convirtiéramos en estátuas de sal. Para nosotras, es peligroso salir a la luz del día sin la protección adecuada, somos muy delicadas.
Antes de salir el sol preparé un te, con algunas hierbas, y lo bebí al momento en que despuntaba el alba. De mi cabello saqué una daga de selenio y sin titubeos hice un corte en mi brazo derecho. Un hilo de sangre plateada escurrió entre mis dedos y les ofrecí el brazo a mis hermanas. Al instante palidecieron, pues no hay nada más prohibido y penado en el reino que beber la sangre de otro vampiro. Casi a la fuerza hice que bebieran, y en un instante se volvieron invisibles.
Una vez que estuvieron listas, acerqué mi lengua a la herida y al contacto con mi propia sangre un ardor de mil infiernos quemó mi boca y comprendí que para mí no sería tan sencillo volverme invisible. Tenía que encontrar otra forma para fugarme de Gabriel.
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